En una de las conclusiones de un reciente estudio elaborado por las universidades de Nueva York y de Stanford, se dice que durante la última campaña electoral presidencial estadounidense, la red social Facebook había distribuido/compartido cerca de 30 millones de noticias falsas entre sus más de 1,7 billones de usuarios. Unas cifras que por ellas mismas impresionan y que nos acercan a la dimensión y proyección que en la actualidad poseen las redes sociales, así como su capacidad para transmitir informaciones de cualquier tipo y origen, al margen de si son o no fieles a los hechos. Sea como fuere, el fenómeno de las noticias que no se ajustan a lo acaecido no es nuevo. Desde que el mundo es mundo –y desde que los medios de comunicación existen–, las noticias falsas o tendenciosas se difunden por doquier sin que casi nunca se reconozcan como tales, aún en el caso de demostrarse su sesgo o falacia. En todo caso, la diferencia radica en que hasta hace unos  años la trascendencia en la opinión pública de una noticia falsa o no ajustada a los hechos era escasa y hoy, por el contrario, cualquier información tendenciosa es susceptible de ser difundida masivamente creando el efecto que hemos convenido en denominar construcción de la posverdad; un sustantivo que adquirió notoriedad a partir de 2016 en que fue palabra del año y por ello incluida en el Diccionario de Oxford.

Bueno será, antes de continuar, acercarnos al significado que el diccionario británico le da a este sustantivo y que es “denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. De esta definición podemos extraer ya una primera conclusión: la posverdad tiene que ver más con las emociones que con las razones, que con el conocimiento y los argumentos. Claro que para ser sinceros, esto no constituye ninguna novedad, ya que en la política, en la propaganda electoral, en la publicidad y, puestos, también en el mal periodismo, hay una marcada tendencia en apelar más a los sentimientos del público al que nos dirigimos que no en defender la verdad o, mejor, en presentar una correcta y contrastada interpretación de los hechos.

¿Por qué, pues, hablar de posverdad en vez de continuar haciéndolo de mentira o falsedad? Quizá sea sólo por la necesidad de buscar y dar nombre a un fenómeno que es el resultante de la coincidencia de varios factores que contribuyen a que una noticia falsa o interesada tenga efectos inmediatos sobre la opinión pública; efectos que a su vez serán difíciles después de contrarrestar. ¿Y cuáles son estos factores? De una parte, la tecnología que contribuye a establecer una cierta confusión entre lo que es real y lo que es virtual y que facilita que los titulares de noticias (los famosos 140 caracteres) circulen a través de la red a gran velocidad sin necesidad de ser contrastadas. De la otra, la pérdida de confianza de los ciudadanos hacia las instituciones públicas.

Las redes sociales se han convertido en editores prácticos de noticias que funcionan al margen de los medios de comunicación tradicionales; noticias que son difundidas a gran velocidad con capacidad de conectar de inmediato con grupos de lectores dispuestos, sin más criterio que el de los propios sentimientos y emociones, a tomarlas como veraces. Todo ello con el riesgo de hacer el juego a movimientos populistas o a grupos de presión con intereses espurios, tal como ha sucedido en las campañas de desprestigio organizadas contra Obama, o sobre el coste de la Unión Europea para los británicos en el caso del Brexit, o de supuesto apoyo del Papa a Trump…

En conclusión: la única forma de combatir las posverdades es a través de la razón y del conocimiento que, a su vez, deberían ser patrimonio del trabajo de los periodistas y de los medios de comunicación. Pero mucho me temo que quizá, también en este caso, estemos llegando demasiado tarde.

Publicat a Tecnonews, núm. 561 de 14 de juny de 2017