Uno de los retos que tenemos planteados es el del futuro que les espera a nuestros denostados servicios públicos. Más concretamente qué relación debe y deberá establecerse entre usuarios y proveedores de los servicios públicos básicos en un futuro más o menos inmediato. La cuestión no es por supuesto baladí ya que por arte y magia de la tan cacareada crisis se ha puesto de relieve un hecho que sobradamente sabíamos con anterioridad, pero que intencionadamente trataban de ignorar todos los políticos de turno. Y es que sin ingresos tributarios más o menos estables, había de llegar un día en el que el Estado –y por ende las administraciones públicas– no podría mantener la estructura y la calidad de los servicios públicos que fueron puestos en marcha en momentos de máximo crecimiento de nuestra economía, a rebufo de la efímera ‘industria del ladrillo’. Y mientras los vientos nos eran favorables, todo parecía ser posible y nadie cuestionaba –al menos nadie se atrevía a hacerlo abiertamente– la viabilidad del modelo de Estado del Bienestar por el que sin una base económica y tributaria sólida habíamos apostado. Habíamos creído que puesto que éramos y seríamos inmensamente ricos no hacía falta que nos preocupásemos en demasía por el futuro de nuestros servicios públicos. Pero la realidad es tozuda y siempre acaba por imponerse. Y llega un día en que el débil edificio construido sobre unas bases de crecimiento débiles se desmorona.
Y cuando la realidad se impone es cuando nos damos cuenta de las consecuencias de los muchos errores estratégicos cometidos, sin que por ello ninguno de sus responsables asuma responsabilidad alguna. También es entonces cuando se echa más en falta un sistema fiscal y tributario justo y equitativo basado en el principio sagrado de quién más tiene más debe pagar, más debe contribuir. Y cuando lo prioritario debería ser acometer reformas fiscales nunca concretadas, luchar contra la corrupción, la evasión tributaria y de capitales, desde la administración se prefiere optar por sanear cuentas privadas en detrimento de las cuentas públicas. Es decir que mientras no se duda cuando se trata de salvar a la banca, tampoco se duda en rebajar la calidad de los servicios públicos básicos (sanidad, educación, atención social) sobre los que se sustenta gran parte de la cohesión social.
Ante este panorama, preguntarse acerca del futuro y calidad de nuestros servicios públicos, es preguntarse para cuándo una reforma fiscal y tributaria que garantice que los ciudadanos de este país cumplan a rajatabla con sus obligaciones tributarias de acuerdo con su potencial económico y patrimonial. Sin esta medida que por necesaria no es suficiente, de iluso resulta plantearse un futuro en el que los servicios públicos mantengan la calidad de la que hasta hace bien poco hacían gala. De ahí que de no cambiar muy mucho las cosas (y nada indica que lo vayan a hacer), la corriente privatizadora en la que nuestros gobiernos nos están instalando se consolidará bajo aquel viejo, tal mal intencionado y falso principio de que lo público no funciona, y lo privado sí…
Publicat a Tecnonews, el 1r d’abril de 2014
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